UTLAC 250 – Diario de un Guardián del Lago

Un viaje de 69 horas, 281 kilómetros y casi 16.000 metros de desnivel positivo, alrededor del Lago de Como.
Desde la carretera que une Barcelona con Lecco hasta la línea de meta en la orilla opuesta, este relato íntimo y crudo narra una experiencia de ultradistancia que atraviesa lluvia, niebla, delirios, amistad, furia y euforia.
Un diario fragmentado en diez capítulos, escrito desde dentro del esfuerzo, por alguien que no corrió para competir, sino para resistir, descubrir y recordar.
Un homenaje al cuerpo, al sueño, a la soledad… y al lago.

Capítulo 1

La frontera del esfuerzo comienza en la carretera

Barcelona, 5 de mayo de 2025.

Relato completo narrado tipo podcast, de momento solo disponible en español.

Salí de Barcelona el 5 de mayo a mediodía, sabiendo que, para llegar entero a la línea de salida, el viaje tendría que ser parte del plan. Me esperaban más de mil kilómetros de carretera hasta Lecco, y no tenía intención de llegar agotado antes siquiera de comenzar a correr. Así que lo partí en dos, como quien divide una gran montaña en pequeños collados. Dormí en un pequeño pueblo perdido en la campiña francesa, donde el ayuntamiento —en un gesto más humano que institucional— tenía habilitada una zona preciosa para campers junto a la iglesia. Un lugar sin pretensiones, en medio de la nada, perfecto para descansar y dejarse abrazar por el silencio. Dormí bien. Mejor de lo que esperaba.

A la mañana siguiente, con la calma aún en el cuerpo, retomé el viaje. Las nubes me siguieron un buen trecho, cargadas de una lluvia ligera que iba y venía, como tanteando el terreno, como si también ella tuviese que decidir si se quedaba o no. Pero todo transcurrió sin sobresaltos, y finalmente llegué a Lecco. Allí comenzó la otra parte de la aventura: encontrar un sitio donde dejar la camper durante todos esos días. El aparcamiento en Lecco es, por decirlo de forma suave, un caos. Tras varias vueltas infructuosas, decidí salir del centro y buscar un lugar más amable. Y lo encontré: otro spot habilitado para pernoctar, donde cené en silencio y me dejé caer en un sueño reparador. 

Al día siguiente, temprano, volví a acercarme al village de la carrera. Quería tenerlo todo preparado. Pasé casi dos horas esperando a que alguien desalojara un hueco gratuito a tan solo dos minutos del recinto. Afortunadamente, el plan salió bien, y logré aparcar justo donde quería. Pero las horas empezaban a pesar: los nervios de la salida, esa ansiedad contenida que se instala en la boca del estómago. ¿Lo llevo todo? ¿Me olvidaré algo esencial? ¿Habrá alguna pieza del puzle que no encaje? 

Con la camper bien aparcada y la bolsa de vida preparada, entré por fin al village. Allí, tras meses de llamadas, pude conocer por primera vez a Marta Poretti en persona. Su rostro, cálido pero atento, reflejaba los mil detalles que una directora de carrera debe atender. Aún así, tuvo un momento para saludarme. En la bolsa del corredor nos esperaba una sorpresa: un chaleco técnico de Kailas, fantástico. Contra toda lógica y consejo, decidí estrenarlo en carrera. Sí, lo sé: u no de los 100 mandamientos del trail es “nunca estrenes nada en competición”. Pero la intuición, a veces, pesa más que los manuales. 

Comimos todos juntos. El ambiente, aunque relajado, tenía ese matiz extraño que solo se respira en las horas previas a una gran locura. Silvano Gadin se encargó del briefing, y fue un placer reencontrarme con él. Todo parecía ir encajando. El cielo se nublaba. La línea de salida se acercaba. La lluvia se apuntaba a la fiesta.

Capítulo 2

Los primeros pasos bajo la lluvia, el silencio y la niebla

Lecco, 7 de mayo de 2025.

Salimos bajo un manto de lluvia fina. No era una tormenta, pero lo suficiente como para recordarnos que este viaje no sería sencillo. El cuerpo estaba fresco, la mente aún en ese limbo entre el entusiasmo y la incertidumbre. Avanzábamos despacio, charlando sin mucho orden ni propósito. Nos conocíamos apenas, pero ya éramos compañeros de ruta. A los cinco kilómetros, las bromas y las historias fluían como el agua en los senderos. A los diez, la luz del día nos dijo adiós y se alzó una neblina ligera, como un telón que cerraba el prólogo de esta obra de resistencia. A los quince, el grupo ya marchaba en silencio. Cada uno en su cabeza. El paso automático. La introspección necesaria. El peso de lo que vendría cayendo, poco a poco, sobre nuestros hombros.

Sobre las 2:30 de la madrugada llegué a la primera base de vida: Colico. El ambiente me sorprendió. Había algo más íntimo, más cálido que en otras grandes competiciones. Aquí éramos 110 corredores. No 1.200 como en el Tor des Géants. La diferencia se notaba en todo: menos ruido, menos caos, más tiempo para uno mismo. Incluso los acompañantes podían entrar y ayudar. Se respiraba familiaridad. Humanidad. Y eso me reconfortó.

En Colico no cometí los errores del pasado. Sabía lo que debía hacer: cambiarme la parte de arriba, abrigarme con ropa seca, ponerme crema en los pies, cambiarme los calcetines, lavarme los dientes. Pequeños rituales que ayudan más de lo que parece. Tomé dos flasks de recuperación de Tailwind, comprobé que todo estaba en orden, rellené con agua y salí de nuevo. Sin prisa, pero sin perder tiempo.

Lo que venía ahora eran 15 kilómetros llanos. Monótonos. Un regalo envenenado. Algunos decidieron caminar rápido. Yo preferí correr a ritmo medio y aprovechar la regularidad para ganar algo de terreno. Adelanté a varios compañeros. Cada vez que pasaba a alguien, pensaba: “Nos volveremos a ver pronto”. Y así era. Nos cruzábamos una y otra vez, como satélites girando en torno a un mismo lago.

La navegación, al no estar el recorrido marcado, añadía un extra de tensión y aventura. En los primeros 60 kilómetros ya me había equivocado varias veces. A veces 100 metros, otras 500. Pero esos metros se suman. Y no solo desgastan las piernas: minan la cabeza. La confianza. La sensación de control.

A las 3:00 calculé que quedaban poco más de tres horas de oscuridad. Pero las primeras luces del día llegarían antes de lo previsto, sobre las 5:00. Y con ellas, la recompensa: las siluetas de las montañas nevadas recortándose sobre el lago Como, quieto y majestuoso. Fue entonces cuando me vino esa imagen, que me acompañaría hasta el final: “somos los incansables guardianes del lago”. No sé por qué. Tal vez fue una forma de encontrar sentido al esfuerzo. Tal vez fue un mantra para los delirios que vendrían.

 Pero en ese momento lo creí. Y mientras corría, empapado y atento al GPS, me sentí eso: un guardián. Un pequeño ser humano orbitando alrededor de algo más grande, más vasto. El lago. La montaña. El tiempo.

 

Capítulo 3

El primer amanecer

8 de Mayo de 2025.

Tras el inacabable tramo llano, comenzamos de nuevo a ascender, justo cuando el sol se levantaba tras las montañas que custodian el lago Como como si fueran pastores de nubes, impávidos y eternos. Esa primera luz era distinta. Más que amanecer, parecía un susurro de bienvenida. Y yo, como el lago, despertaba poco a poco.

 El tiempo, en ese tramo, se volvió líquido. Me resbalaba entre los dedos. Cada vez que miraba el reloj, habían pasado dos horas y no me había dado cuenta. Caminaba sin expectativa de destino, sin pensar en lo que venía ni en lo que había dejado atrás. Por momentos, solo existía el ahora: una piedra, una curva, el olor a tierra mojada, la respiración de un compañero.

En mitad de esa niebla interna, una escena se grabó en mí con una nitidez desconcertante. Un señor, con sombrero de cowboy, me saludó desde un pequeño rancho en medio de la montaña, una taza de café en la mano.

—“Me quito el sombrero ante ti” —dijo, sonriendo.

—“¡Un latte macchiato para mí también, por favor!” —le respondí, entre risas.

Sus carcajadas aún me resuenan. Me repitió la frase, quitándose esta vez del todo el sombrero.

—“Buen viaje”, añadió, mientras me alejaba.

 Doce, trece horas después, esa escena seguía girando en mi cabeza, como una postal doblada en el fondo del alma.

Durante el briefing, Marta nos había advertido de un río crecido. “Tened calcetines secos para después del cruce”, nos dijo. Yo no sabía dónde estaba ese río, ni cuándo llegaría. De hecho, había cargado el track tal cual, sin marcajes de bases ni avituallamientos. Lo hice así a propósito, para no anticiparme, para no proyectar lo que vendría. Y funcionó. No tenía idea de dónde estaba. Solo sabía dónde estaba ahora.

 Un chico alemán me adelantó antes de una bajada empinada y resbaladiza. Me saludó con educación y se lanzó ladera abajo. Yo decidí no forzar. Llevaba unos 75 km y 1.400 metros de desnivel positivo acumulado solo en este tramo, y sabía que lo peor estaba por venir. Agua por todas partes, un valle estrecho y verde, el río serpenteando en el fondo como una vena viva. Me detuve. Cerré los ojos. Respiré. Y seguí.

 El río apareció al fin. Una cuerda cruzaba de lado a lado, tal y como Marta había prometido. El agua no era profunda, pero sí lo bastante fría como para despertarte de cualquier letargo. Allí estaba también el chico alemán. Me miró, perplejo.

—“No veo cómo cruzar sin mojarme” —me dijo.

—“Obviamente, te vas a mojar” —le respondí.

 Pasé primero, agarrando la cuerda. Me detuve un segundo en mitad del río. La corriente era fuerte, vivificante. Era como si el agua llevara parte del cansancio, como si me arrastrara lo que ya no necesitaba. Crucé, me giré y le animé. Él intentó evitar el agua. Se tambaleó, y cayó de espaldas. Entero. Sumergido. La corriente lo arrastró unos metros hasta que pudo levantarse, empapado y en shock.

—“¿El teléfono?” —le señalé, viéndolo en su mochila sin protección.

No respondió. Solo dijo que siguiera.

 Y entonces, al mirar hacia arriba, vi a mi gran amigo Christian Bellesini. Como una aparición.

—“¡Pichu Banana!” —grité, aún atónito por la escena anterior.

—“¡Ya no tienes la edad!”, me respondió riéndose.

 Nuestra amistad siempre fue en la distancia, hablándonos por audios mientras corríamos en distintos lugares del mundo. Pero ahora estábamos aquí, juntos, en el corazón de esta locura, compartiendo kilómetros. Caminamos y trotamos unos 8 o 9 km juntos, hasta llegar al siguiente avituallamiento. Allí nos despedimos. Yo seguiría solo. Él también.

 Pero durante ese rato, el camino pesó menos.

Capítulo 4

La calma antes de la cima

8 de Mayo de 2025

Me despido de Christian con un abrazo rápido y salgo del avituallamiento tras recargar los flasks. El cuerpo va bien. La mente también. He comido algo, tengo energía, el día avanza con paso firme, y por primera vez en muchas horas me siento verdaderamente fresco. No han pasado ni quinientos metros cuando me doy cuenta del error: me he dejado los bastones.

 Vuelvo sobre mis pasos con resignación, entre las risas cómplices de los voluntarios que, antes de irme, me preguntaron “¿lo tienes todo?”. Pues no, no lo tenía todo. La escena se convierte en una pequeña broma compartida, una anécdota que alivia la solemnidad del reto.

 Volver a estar solo me recoloca en mi espacio natural. La conversación con Chris había sido un oasis, pero esta soledad es mi verdadera aliada. Me siento cómodo en ella, casi como si estuviese envasado al vacío: sin estímulos innecesarios, solo el entorno y mis pensamientos, flotando entre el verde del bosque y los susurros del viento. La cabeza está clara. El cuerpo responde. Estoy en paz. 

Hemos alcanzado el kilómetro 100, y se nota: cada zancada lleva consigo el peso de lo recorrido y la intuición de lo que vendrá. A solo 10 kilómetros me espera el avituallamiento de Garzeno, un punto clave en la UTLAC 250. Desde allí comenzará el asalto al techo de la carrera: el Monte Bregagno. 

El tramo entre los kilómetros 85 y 110 nos regala unos 25 km de recorrido técnico, con 1.256 metros de desnivel positivo acumulado. Un terreno mixto, con partes de bosque, sendero estrecho, y zonas más abiertas que invitan a mantener un ritmo constante. Durante estas cinco horas de travesía, mi cuerpo ha encontrado su velocidad de crucero: 12 min/km. No necesito más. Lo importante es llegar a Garzeno de día, y sé que lo conseguiré. Ese pensamiento me reconforta. Me anima. 

Poco antes del avituallamiento, vuelvo a encontrarme con Christian. Es una aparición casi mágica, como si el recorrido nos tejiera de nuevo el uno al otro justo en el momento necesario. Al llegar a Garzeno, me ayuda con todo. Nos movemos rápido. Como algo caliente, ordeno la mochila, limpio los pies, reviento ampollas, repaso el equipo. Todo está en su sitio. Salgo de allí sintiéndome fuerte, renovado, listo para encarar el gran coloso del recorrido. 

Todo… salvo un detalle que desconozco: me estoy quedando sin bateria en el GPS. 

Y esa omisión no tardará en hacerme pagar. La batería muere poco antes de la cima del Bregagno, y me obliga a improvisar con el móvil, abriendo el track cada cierto tiempo para no desviarme. Pero aún no lo sé. De momento, avanzo confiado, con la mirada fija en lo alto, allí donde se adivina la nieve.

 

Capítulo 5

El techo del lago

8 de Mayo de 2025

Tras despedirme de Christian en Garzeno, emprendí el ascenso al Monte Bregagno. Aunque no se trata de una cima descomunal, he coronado muchos dosmiles y este no me preocupaba especialmente. Subí a buen ritmo, lo que yo llamo “paso de tractor”: constante y rápido, con zancadas generosas. Este es mi terreno, tirando de fuerza bruta, resistencia y constancia.  

Al mirar hacia arriba, veía lo que parecía la cima, pero sin nieve a la vista, lo que me indicaba que aún no habíamos llegado. Coroné el primer promontorio y, desde allí, se veía claramente hacia dónde debíamos seguir. Al consultar el GPS, descubrí el problema de la batería: había estado todo este tiempo, sin darme cuenta, usando el GPS con el máximo consumo posible. Pantalla siempre encendida, medición de pulso desde la muñeca, conexión Bluetooth con el móvil… Por eso duró menos de lo esperado. Y no había sol en el cielo que pudiera cargar mi Fenix 7 Solar, al menos para alargar un poco su vida; estaba muy nublado. Solo quedaba un 3%. Perdí algo de tiempo cambiando las opciones y preparando el móvil para seguir navegando.  

Continué y alcancé a un chico al que no había visto hasta ahora (y al que no volvería a ver). Me tranquilizó saber que había alguien cerca; podía seguirlo para no perderme. Avancé, lo alcancé y nos saludamos. Nos detuvimos un momento para contemplar el paisaje: a nuestra izquierda, el lago se desplegaba en todo su esplendor. Inmenso, infinito, eterno. Sabía que el Lago de Como es grande, pero verlo así me sobrecogió. Me quedé sin palabras. La masa de agua se perdía en el horizonte. 

 Seguimos adelante; el chico se quedó atrás, agotado. Al principio lo esperé, pero me hizo señas para que siguiera. Y allá arriba, ahora sí, parecía verse la cumbre. Avancé rápidamente y vi a otros cuatro corredores a lo lejos. Al llegar a lo que parecía la cima, me di cuenta de que, en realidad, era otro promontorio. Aquí ya había algo de nieve, pero nada comparado con lo que veía más arriba: por fin, la verdadera cumbre, cubierta de lenguas de nieve blanca. Mis compañeros, que antes estaban lejos, ahora estaban al alcance de la mano. Alcancé a uno de ellos y lo pasé, coronando finalmente el Bregagno. 

 Me detuve unos minutos sobre la nieve, de rodillas, enterrándolas en ella, sintiendo cómo el frío penetraba en mis tejidos. Un minuto, dos… Venga, solo un minuto más. Era muy reconfortante, pero había que seguir adelante. 

Comenzó el descenso. El compañero al que acababa de adelantar me alcanzó; charlamos y bajamos juntos. Nos detuvimos en un pequeño avituallamiento, donde nos recibieron con una estufa de gas encendida y bebida caliente. Fueron muy amables. Se acercaba la tormenta; la niebla ya lo había rodeado todo y una fina lluvia empezaba a azotar la montaña. Seguimos, nos precipitamos montaña abajo juntos, hablando a ratos. Con él realicé una buena parte del viaje: no sé cómo se llama, pero era una persona agradable, afable y considerada. Agradecí haberlo conocido y esos ratos de viaje compartido. 

 La bajada fue más llevadera de lo que había supuesto y, alrededor del kilómetro 125, me volví a encontrar con Christian, que había aparcado en la base de vida de Plesio, hasta donde me acompañó desde allí. 

Plesio resultó ser un oasis: allí curé mis pies, que ya estaban cubiertos de heridas y ampollas bajo las uñas. Me duché, comí algo caliente y me dieron un masaje que, como pensaré luego, me regaló 40 kilómetros más de carrera (como si fuera una recarga de batería, algo que solo es un constructo en mi imaginación, pero que me sirve como motivación y empuje). Con Chris reímos y charlamos de esto y de aquello, y al final nos despedimos; él se fue a dormir a su camper. Afuera llovía a cántaros y soplaba el viento. Algunos compañeros decidieron reemprender la marcha. Yo me puse el antifaz y los tapones en los oídos, la alarma dentro de 25 minutos, y dormí con la cabeza apoyada en la mesa. Serían mis únicos 25 minutos de sueño en 69 horas. Ahora pienso que, tal vez, podría haberlo alargado un poco más. Cuando me desperté, la lluvia había parado; era noche profunda y yo me sentía muy bien, descansado y con las baterías bien cargadas (tanto las mías como las del GPS y el móvil), así que proseguí mi viaje. 

Capítulo 6

La noche blanca: niebla, viento y el refugio invisible

Noche del 8 al 9 de Mayo de 2025

Al despertar en Plesio, la lluvia había cesado, pero el cielo seguía cubierto y el viento persistía, presagiando que la calma no duraría mucho. Eran cerca de las 21:30 del 8 de mayo. Me vestí con criterio: pantalón largo Effektor de X-Bionic y, encima, los impermeables. Al principio lo agradecí. Hacía fresco y un poco de aire. Pero pronto, al calentarme, empezó a molestarme todo. Me detuve, me cambié, eliminé capas. Y así empezó el vaivén: frío, calor, humedad, viento. Un ciclo incesante que me obligaría a cambiar de ropa una y otra vez.

A pesar de eso, me sentía cómodo. No tenía grandes molestias, más allá de las normales a estas alturas del juego. Lo más importante era eso: el ánimo seguía intacto. Troto tranquilo, dejo atrás el asfalto de Plesio y me interno de nuevo en el bosque, siguiendo una pista que serpentea ligeramente en descenso antes de volver a subir. Esta sección, que se extiende desde el kilómetro 110 al 135, sumó unos 15,14 km con 1.122 metros de desnivel positivo en un tiempo de algo más de 4 horas —lo que supone un ritmo medio de 15:52 min/km en un terreno que pasó de asfalto húmedo a senderos de media montaña, cada vez más técnicos, embarrados y cubiertos por niebla.

 Recuerdo con claridad el momento exacto en que abandoné el pavimento y comencé a correr junto a una verja metálica verde. El camino era estrecho, flanqueado por la vegetación densa. De repente, un helicóptero apareció volando bajo, girando en círculos, como buscando algo. Me inquietó, pero pronto volví a centrarme en el sendero. Y después… un lapso. No es que no lo recuerde ahora: es que ya entonces fui consciente de que había estado corriendo en piloto automático. De pronto estaba allí, en el inicio del ascenso serio hacia el Rifugio Venini.

 El camino serpenteaba en zetas: izquierda, derecha, otra vez izquierda, luego derecha. Una y otra vez. Empecé a adelantar a corredores que se quedaban atrás. Yo me sentía fuerte. Subía rápido, con paso firme y pautado. Entonces empezó a llover. Primero una llovizna, luego gotas más gruesas. El viento arreció. Y en minutos, una niebla densa, brutal, nos envolvió. No se veía nada. La luz del frontal rebotaba contra las partículas de agua en suspensión y me cegaba. A ratos lo apagaba para escapar de esa sensación irreal y claustrofóbica, pero la oscuridad era total, y no tenía más remedio que encenderlo de nuevo. 

Pensé que había llegado arriba. El sendero se aplanaba un poco, con una pared de piedra a mi derecha. A la izquierda… ¿un barranco? ¿una ladera? ¿un bosque? No lo sé. No se veía nada y tampoco quería averiguarlo. Seguía avanzando pegado a esa pared, esperando encontrar algún cobijo, algún saliente. El frío se colaba por los guantes, por el cuello, por todo. Me alegré de haberme puesto los impermeables media hora antes; hacerlo ahora habría sido imposible: no sentía las manos. La membrana estaba saturada. El agua calaba. Tenía frío. Me castañeteaban los dientes. 

Llevaba abrigo seco en la mochila, protegido en bolsas de cierre hermético. Pero no podía parar a cambiarme ahí. Habría empapado todo. Me habría enfriado más. Así que solo quedaba una opción: acelerar el paso. Generar calor. Abrigarme con el esfuerzo. 

Por un momento creí escuchar mi nombre. 

—¡NICOLA! 

Me detuve. Grité en respuesta:—¿¡SÍ!? 

Nada. Silencio. A día de hoy no sé si lo imaginé, si alguien gritaba a otro Nicola, o si fue parte del juego mental que se activa en esas condiciones. Seguí. Y por fin, tras minutos de muro y oscuridad, apareció una especie de abrigo: una estancia sin techo, con cuatro paredes de piedra, y un arco ciego que se adentraba algo más de un metro. Me metí allí. El viento era menor, la lluvia no llegaba. Me quité la mochila, abrí mi bolsa estanca y me cambié rápido. Añadí capas. El alivio fue inmediato. No era calor, pero era algo. 

Volví al camino. Más pared, más niebla, más oscuridad. A esas alturas la niebla era tan densa que parecía imposible que todo aquel viento no la dispersara. Pensé en eso. En lo absurdo del fenómeno. Y me aferré a esa idea como a un ancla mental. A ratos tenía la sensación de estar dormido. No estaba seguro de si seguía despierto o viviendo un sueño. 

Y entonces, un sonido: una puerta que se cerraba. Voces. Me giré. Estaba dejando atrás el refugio. 

Entré. Dentro, una estufa apenas encendida, y muchas caras como la mía. Nos miramos. No decimos nada. Asentimos. 

—Lo he pasado mal, dije. 

—Yo también, respondieron varios. 

Y entre esas caras, una conocida: Timo. Un amigo de otra carrera, una conexión especial. Fue él quien me habló por primera vez de la UTLAC. 

—¡TIMO!Levantó la mano, serio. —Me he retirado, Nico. No me he encontrado bien.

 Silencio. Me cayó como un jarro de agua fría. No supe qué decir. Solo pensé: esta noche dormirá con su familia. Y sentí ternura y tristeza a partes iguales.

 Y pensé en las mías. En Gala. En Mariona. En lo cerca y lejos que están. En cómo un paso más no siempre te acerca a lo que más deseas. A veces, simplemente te aleja del frío.

Capítulo 7

La rebelión del cuerpo y el alma

Ha empezado a salir el sol. El refugio aún huele a estufa, a calcetines mojados y a barro seco. He conseguido secar algo de ropa junto a la estufa de pellets en la parte trasera. Me equipo con calma, tomo un caldo caliente, y vuelvo a ponerme en marcha. El cuerpo responde, pero no sin advertencias: la uña del dedo gordo del pie derecho está completamente KO. Cada paso es una descarga, cada bajada, un suplicio.

El terreno se complica: bajamos por la ladera de la montaña, una superficie que desde lejos parece una moqueta verde perfecta, pero que de cerca es una trampa continua. Césped empapado, bultos, agujeros, piedras sueltas. Cada zancada es una ruleta rusa. Intento ajustar la lazada de la zapatilla, atándola hasta el último ojal para mantener el pie sujeto y evitar que la uña choque, pero sirve de poco. Lucho. En un momento de desesperación, presiono con el pulgar de la mano sobre el dedo, intentando reventar la ampolla interna que empuja desde debajo de la uña. Nada. Solo dolor. Grito. Me siento. Respiro. Me levanto.

Pierdo el sendero durante un rato. Camino más de un kilómetro en dirección equivocada. Dos kilómetros que no cuentan. Pienso en los “40 kilómetros simbólicos” que me regaló el fisio en Plesio. “Ya he malgastado dos”, me digo.

Cerca del kilómetro 150 me encuentro de nuevo con Christian. Le cuento la noche. Él me escucha, me acompaña. Me reconforta. En San Fedele d’Intelvi, alrededor del kilómetro 159, mientras relleno los flasks, él me compra un café caliente, y un guardia alpino me consigue una jeringuilla para drenar la ampolla. Son mis héroes de hoy.

La uña del pie derecho se ha levantado desde la raíz. La ampolla ha empujado desde dentro, desgarrando el tejido. La reviento. El alivio es inmediato. Cortamos lo que podemos con unas tijeritas. Vacío otras tantas ampollas. Limpio, seco, vendo. Me cambio los calcetines por unos secos que guardaba como oro. Me bebo el café. Y seguimos.

Recorremos juntos unos 10 km más. Volvemos a encontrarnos con el chico con el que bajé del Bregagno. Y poco antes del kilómetro 163, me despido de Chris. Su compañía me ha dado oxígeno, pero ahora necesito lo contrario: vaciarme en soledad. Me paro. Dejo que se alejen. Respiro. Necesito estar solo.

Y ahí empieza el descenso real. No solo el físico. El mental.

Empiezo a sentirme mal. No físicamente, sino emocionalmente. Dudo. Me deprimo. Cada paso pesa más. Todo me parece igual. Monótono. Dos alemanes me adelantan. Luego otro compañero que no veía desde hacía horas. Indicadores sutiles pero contundentes: he bajado el ritmo. Y empiezo a guardarme. A reservar. A obsesionarme con no castigar las piernas. A correr de espaldas en las bajadas, a limitar el impacto. A sobrevivir. Pero no estoy corriendo. Estoy resistiendo. Estoy apagándome.

Y entonces, como si algo en mí colapsara y estallara al mismo tiempo, me paro.

—¿Qué coño estás haciendo? —me grito.

—¡Llorón! ¿De qué te lamentas? ¡DIVIÉRTETE!

Me arranco la chaqueta. Me quito capas. Me quedo en manga corta. Cambio el gorro por una gorra. Me pongo las gafas de sol. Es mediodía. Hace calor. Yo iba abrigado. Asfixiado. No me estaba dando cuenta. Me tomo un largo trago de Tailwind. Me meto un Fisherman’s Friend en la boca. Siento el frescor de la menta. Siento que todo cambia.

Me coloco los bastones, me pongo los auriculares, y subo el volumen de mi música favorita.

Y entonces… corro.

Corro tan rápido como mis piernas me lo permiten. El terreno desciende bruscamente: más de 650 metros de desnivel negativo en apenas 10 km. Hay barro, roca, raíces, giros cerrados. Pero ahora ya no importa. Adelanto a todos. Uno a uno, sin pausa. Aquellos que me adelantaron antes. Aquellos que pensé que ya no volvería a ver. Los paso como una ráfaga.

No miro el reloj. No me importa el ritmo real. Solo siento el viento. El calor en las piernas. El golpeteo del corazón en el pecho. La música. La vida. Y una frase que se queda conmigo:

“Has gastado energía y algunos cartuchos… pero te lo has pasado bomba.”

Y esa sensación, esa alegría pura, esa rebelión del cuerpo y del alma, me seguiría acompañando durante horas. Hasta bien entrada la noche.

Hasta que, finalmente, llegaría de nuevo… la mordedura del sueño.

 

Capítulo 8

El abrazo de Morfeo

Son las 16:30 cuando llego a la base de vida de Cernobbio, casi tres horas antes de lo que había previsto. Mi estimación era alcanzar este punto hacia las 19:00, pero la bajada eufórica me ha regalado algo que en este tipo de carreras vale más que el oro: tiempo.

Y no lo desperdicio.

No hay multitudes, no hay caos. El espacio es acogedor, funcional. Me ducho. Me cambio de ropa por completo. Cargo los dispositivos, reorganizo el material, como algo ligero. Evalúo la situación: he dormido solo 25 minutos en toda la carrera. Podría aprovechar y dormir una hora, o incluso dos. No sería una mala idea. El cansancio está ahí. Pero hay algo más fuerte: la certeza de que aún es de día, y que las próximas horas de luz valen más despierto que dormido.

Decido seguir.

A las 17:58, con casi 48 horas de actividad acumulada, salgo de nuevo. Cruzo el pueblo con paso decidido. Las piernas, tras la pausa, protestan un poco, pero el ánimo está arriba. Paso por Como, y me sorprende. No lo conocía. Es bonito. Ordenado, con edificios elegantes y un aire casi cinematográfico. Me gustaría quedarme, tomar un café en una terraza, mirar el lago desde otro ángulo. Pero no. Hoy no soy turista, soy otra cosa. Una criatura en movimiento.

Empieza la subida. Al principio, las calles empedradas tienen encanto. Son estrechas, con casas viejas de persianas coloridas y ropa tendida que ondea. El aroma del pueblo aún flota en el aire: flores, humo, pan recién horneado. Todo parece demasiado humano, demasiado cálido, para alguien que se ha pasado las últimas horas bajo el látigo del agua y la niebla.

Pero poco a poco, esas callejuelas dan paso a senderos boscosos, más irregulares. Suben sin prisa, pero sin pausa. El desnivel es progresivo, engañoso. Uno cree que está en un paseo… hasta que ya no lo está. La vegetación cambia, el suelo se estrecha. Siento que dejo atrás el mundo real y me adentro, una vez más, en el reino de la montaña.

La luz empieza a caer, pero no es aún la hora de encender el frontal. Tengo una ventana preciosa para avanzar. El cuerpo está entero. La cabeza también. Y aunque sé que la noche volverá, por ahora camino entre árboles altos, respirando hondo, con el alma ligera.

Estoy cansado, sí.
Pero aún no estoy vencido.

Según el sol va bajando, la temperatura desciende. Me abrigo, pero sin prisa. Prefiero sentir el frío. Me mantiene alerta. Me sostiene. Como si fuera una mano invisible que me impide caer. Y ya han empezado a aparecer… las caras.

Todo tiene cara.

Las piedras. Las cortezas de los árboles. Los arbustos. Pero, sobre todo, las piedras. Las veo ahí, bajo mis pies, diseminadas por el camino, y me miran. Unas tienen cara burlona, otras serias, otras están tristes. Bigotes de musgo, cejas de líquenes, pupilas de cuarzo. Me observan, calladas y atentas. Casi todas parecen sorprendidas. O curiosas. Como si no entendieran qué hace un humano cruzando su mundo a estas horas, con esta cara, con esta carga.

Las conozco. No es la primera vez que me las encuentro. Sé que son fruto de mi mente, que no están realmente ahí. Pero ahí están. Y me miran. No me molestan. No me asustan. Al contrario: me entretienen, me divierten. Me hacen compañía.

Lo que me asusta, lo que empieza a inquietarme, soy yo.

Porque sé lo que significa. Sé que, cuanto más reales me parecen, más cerca estoy de la línea invisible. Esa que separa la consciencia del sueño. La que no ves, pero sabes que has cruzado cuando ya es tarde. Me pregunto: ¿estoy despierto o estoy dormido?

Busco una prueba. Algo irrefutable.

Hace tiempo leí que, en los sueños, el cerebro no es capaz de interpretar letras. Que no hay palabras legibles en los sueños. Así que saco el móvil. Desbloqueo la pantalla. Leo cualquier cosa. Letras, números. Vale. Estoy despierto. Al menos, por ahora.

Guardo el teléfono. Respiro. Sigo caminando. La noche cae, pero no del todo. Esa luz gris que precede al apagón total me envuelve como una manta ligera. En el camino, una piedra con cara de duende me guiña un ojo. Me hace gracia. Le sonrío. Y sigo.

No pasa nada.

Llego a un lugar extraño. No sé describirlo muy bien. Hay bosque, sí, pero a mi derecha aparece una finca privada —o algo que parece una finca—, vallada, y con un cartel que reza algo así como “Museo al aire libre”. Me paro un momento. Dentro hay decenas de esculturas hechas con troncos, piedras, palos. Figuras creadas con materiales del bosque. Una parece una persona. Otra, un burro. Me pongo a reír en voz baja: lo que me faltaba.

Poco después, en el camino, empiezan a aparecer figuras colgadas en los árboles. Pequeñas. Parecidas a las que he visto dentro del museo. Y ahí ya no sé qué pensar. ¿Son reales? ¿Me las imagino? ¿Me están siguiendo?

Empiezo primero a imaginar —y luego a estar seguro— de que hay un artista del bosque corriendo por delante de mí, dejando pequeñas figuras con cara para confundirme. No sé con qué propósito, pero lo hace. Cojo una piedra del suelo. Tiene unos ojos y un bigote. Me acerco, quiero ver si están pegados con silicona o con cola. Pero cuando la acerco a la cara… desaparecen. Me quedo quieto. Aturdido. Vuelvo a dejar la piedra con cuidado en su sitio. Y sigo adelante, intentando no mirar.

Llego al avituallamiento de Baita Carla. Me espera un equipo de voluntarios que me reciben con los brazos abiertos. Me conocen. Me siguen en Instagram. Se declaran fans. Reímos. Me preguntan por el viaje desde Barcelona, por cómo es vivir allí, por la Sagrada Familia. Se hacen fotos conmigo. Me hacen sentir en casa. Me salvan, sin saberlo. Me regalan al menos veinte kilómetros de energía.

Y entonces, por fin, las primeras cintas: he entrado en el recorrido de la UTLAC60. Solo sesenta kilómetros más. Solo.

Ahora sí, llega la puesta de sol. Me coloco el frontal. He aprovechado bien las horas de luz: después de los días y las noches que hemos tenido, lo necesitaba. Me sigo sintiendo bien, las piernas responden de forma sorprendente y, mi mayor temor, mi maltrecha rodilla derecha, está casi perfecta. No hay derrame de líquido articular, no hay inflamación, ni dolor preocupante, no más allá del muscular. No he tenido ningún tipo de rampa, ni tirón, tampoco contracturas. No estoy fresco, pero estoy entero. Lo admito, me siento orgulloso de mí mismo.

Me he preparado bien. El volumen justo, sin pasarme. Muchas sesiones de fuerza, focalizando en lo que necesitaba. Mucha alta montaña, nieve, situaciones de mal tiempo. Entrenamientos forzando lo incómodo, para aumentar mi tolerancia a esas situaciones. Todo ha servido. Repaso mentalmente los entrenamientos de los últimos meses. Me transporto al Pirineo, luego a Gavarres, luego a Cap de Creus, luego Collserola, luego…

Explota la burbuja.

¿Cuánto rato ha pasado?

Tengo la sensación de haber estado corriendo dormido.

Un helicóptero está volando cerca, y por detrás llega ese compañero del que no conozco el nombre, con el que bajé el Bregagno (luego lo buscaré, se llama Fabio) pero con el que he compartido tanto camino. El helicóptero da vueltas, una y otra vez. El compañero me saluda y me dice que están buscando a alguien. “Ayer ya rescataron a dos de los nuestros”, añade. Recuerdo el helicóptero de ayer. Me sorprende muchísimo. No me lo acabo de creer. Por un instante pienso que es parte de su delirio. “Cada uno tiene lo suyo”, me digo.

Me comenta lo cómodo que es tener el camino marcado. Yo le respondo, casi automáticamente, que no lo tengo tan claro. A lo largo de los últimos kilómetros, el track me ha llevado por senderos ligeramente distintos a los que están marcados con cintas. Luego siempre vuelven a conectar, pero tengo la sensación de que nuestro track hace más rodeo, probablemente para alcanzar nuestra distancia. Él lo niega. Me dice que no tiene sentido. Que en todo caso, él seguirá las marcas: ya ha apagado el GPS.

Seguimos. Yo delante, él detrás. En un momento dado me desmarco, lo pierdo. Luego vuelve a aparecer. Él sigue las marcas. Yo el track. Me adelanta y me pregunta si estoy bien. Se me debe notar: tengo muchísimo sueño. Se lo digo. Me ofrece pastillas de cafeína. Por desgracia, yo también tengo. Pero ya no me hacen ningún efecto. Lo que necesito es dormir.

En un punto, él se lanza hacia una bajada, a la derecha. El track señala claramente hacia la izquierda. No sé por qué, pero me asusto.

—¡Se va a perder! ¿Y si lo descalifican?

Lo llamo. Me paro. Bajo un poco. Lo vuelvo a llamar. Nadie contesta. Me quedo quieto, dudando. Finalmente decido volver sobre mis pasos y seguir el track. Tras diez, tal vez quince minutos, vuelvo a conectar con las cintas. Me tranquilizo.

Pero estoy en duermevela total.

Pienso en la camper. No tengo espacio en la cabeza para nada más. Mi lugar seguro. Mi California. Pienso en el momento en que llegue. ¿Será de día? ¿Será de noche? No lo sé. No quiero calcularlo. Me imagino levantando el techo, tumbándome en la cama. Escuchando los sonidos de fuera. Tal vez tenga que dormir en la cama inferior si estoy en medio de la ciudad. ¿Tendré calor? No lo sé. Pero qué bien se duerme allí. Qué cómodo es ese espacio. Qué paz.

Pero claro, antes me ducho. Sí, una ducha caliente. Y luego, a la cama. Qué maravilla.

Hace horas que oigo voces que no existen. Voces que salen del ruido del agua, del viento entre los árboles, de la respiración del bosque. Mi cabeza las transforma en murmullos, en conversaciones lejanas, en gentío invisible. Me coloco los auriculares, pongo música. Volumen bajo. Solo para no oírlas. Es un alivio. Debería haberlo hecho antes.

Y así, poco a poco, sin entender muy bien cómo, avanzo los 27 kilómetros que separan Cernobbio de Colma di Sormano. Supero 1.839 metros de desnivel positivo acumulado, cen una 7 horas y media. Pero eso no importa.

Colma di Sormano. 00:30 de la madrugada.

Estoy aquí.

Y aunque Morfeo me ronda desde hace horas, todavía no me ha vencido.

Sigo en pie.

 

Capítulo 9

El tercer despertar

Llego a Colma di Sormano. Dentro del refugio me encuentro con Fabio, que se está preparando para salir, y con Carlo, otro compañero con quien he compartido varios tramos y al que creo reconocer del TOR. Está tumbado en un camastro, dormido. Hace un calor sofocante dentro. Saludo en voz baja y salgo de nuevo. Aflojo la mochila, me quito el abrigo, y me tumbo unos minutos en el suelo, esperando que la temperatura corporal descienda antes de entrar otra vez.

Fabio me pregunta si me he recuperado. Le digo que no, que necesito dormir. Cuando se marcha, entro de nuevo. Apoyo la cabeza sobre la mesa. Me apago. Exactamente cinco minutos. Al levantarme, Carlo se está desperezando. Nos saludamos. Pide una sopa caliente y un par de huevos duros. Empieza un ritual que ya le he visto hacer antes: extrae con paciencia quirúrgica las claras de los huevos, dejando sólo las yemas sobre un platito. No las tira. Las deja ahí. Parecen dos bolitas de helado de mandarina.

Yo también pido sopa. Y un huevo. Me lo como entero, de un bocado.

Nos preguntamos mutuamente cómo estamos. Respondemos igual: “cansado, con sueño”. Carlo me ofrece su camastro, mientras termina de prepararse. Agradezco el gesto y me estiro un rato más. Me apago de nuevo. Otros cinco minutos exactos. Esta vez, el descanso se ve interrumpido por la llegada de un grupo de corredores, acompañados de sus parejas. Entran gritando, riendo. El volumen sube, el respeto baja. No parecen ver —o no les importa— que hay gente durmiendo.

Intento dormir igual. Pero no hay forma.

Me levanto. Los miro con cara de pocos amigos. No digo nada. No me apetece discutir. Comienzo a prepararme con calma. Poco a poco, la sala vuelve a vaciarse. Se marchan los que hacían ruido. Luego los dos chicos alemanes, que también han llegado hace poco. Me quedo casi solo, terminando de colocar el material. Pero al buscar mis bastones, no los veo. Me entra una mezcla de rabia y agotamiento. Recorro la sala visualmente, como un oso perezoso. Nada.

Entonces vuelve la novia de uno de los gritones. Lleva mis bastones en la mano.

—Me he llevado esto, pero creo que no es nuestro —le dice a uno de los voluntarios.

Tengo ganas de gritarle de todo. Pero me callo. Los cojo sin decir palabra. La chica se va avergonzada. Los voluntarios se han dado cuenta de todo.

—Hay que tener paciencia —dice el mayor.

—Ahora mismo me falta paciencia, me falta fuerza, y me sobra seño —le contesto, forzando una sonrisa.

Y me voy.

Viene una ascensión. Y aquí me hago fuerte. Pongo en marcha el tractor. Avanzo con paso firme, pautado, enérgico. El esfuerzo despierta al cuerpo. El aire, cada vez más fresco, arranca las manos de Morfeo de mi cuello. El ascenso, aunque no excesivamente empinado, es largo y constante: en total, 11,83 kilómetros de subida, ganando 807 metros de desnivel positivo.

Desde que salgo, a las 22:28, hasta alcanzar la cima a 1.600 metros de altitud a las 02:26, el ritmo se estabiliza en torno a 20:11 min/km. Es una subida exigente, pero me crezco.

Paro un momento, oteo. Uno, dos, tres… hasta siete frontales iluminan la oscuridad sobre mí. Están lejos, pero los veo. Sigo subiendo, con fuerza. Invoco más energía. Y ésta llega. Me detengo otra vez. Las luces están más cerca. Trato de adivinar por dónde seguirá el camino. La noche es muy oscura. No hay luna.

Saco los cascos del cinturón Naked, los enrosco en mis oídos, y le doy al play. La música irrumpe en la escena como una descarga. Las piernas responden. Siento unas manos invisibles empujándome hacia arriba.

Alcanzo a los chicos ruidosos. Los adelanto. Ahora no ríen. Ni gritan. Me miran con cara de circunstancias. Los dejo atrás. Luego a los alemanes, siempre cordiales, también los adelanto.

Y sin darme cuenta, corono la cima. Allí está Carlo.

—¡Ya estamos aquí! —le digo, sonriente.

—¡Ya estamos aquí! —responde él, cansado pero animado.

Me dice que a ratos el sueño le nubla el juicio. Que lo suyo es como una duermevela constante. Asiento. Sí. Exactamente eso: algo muy pesado.

La bajada que viene es breve pero brutal. Apenas 1,5 kilómetros, pero con un desnivel negativo de 405 metros. Pura verticalidad. Barro, piedras sueltas, raíces ocultas. Una trampa tras otra. El terreno resbala y el cansancio multiplica el riesgo. Carlo se desmarca. Baja rápido, ágil. Yo no. Me lo tomo con calma. Con cautela.

Y poco a poco llego abajo.

Un sendero, una casa, un murito de piedra. Me siento. Me quito las zapatillas. Saco las piedras. Me recoloco los calcetines. Me recompongo, despacio. Me alcanzan un par de corredores que no reconozco. Los saludo. Se van. Yo sigo. Y el terreno cambia.

O me lo parece.

Ya no es el mismo de los días anteriores. O yo ya no soy el mismo. Sigo el track. A veces veo banderines y cintas de la 60k. Pero siempre sigo el track.

Por momentos, olvido dónde estoy. Me sorprendo pensando: “¡Esto es Italia!”. Me ocurre como cuando uno se va de viaje y, al despertar por la noche, cree que está en casa.

Amanece. Tengo cada vez más sueño. Es como una mordaza invisible. Da igual lo que haga: no me escapo. Me imagino una fuente con agua helada, lavarme la cara, mojar la cabeza. Pero no hay fuentes. No hay agua. Solo camino.

El sol ya calienta. Me detengo en el borde del sendero. Me quito el frontal. Cierro los ojos. No duermo. Pero descanso. Pasan los alemanes. Los saludo. No los volveré a ver.

Me pongo en marcha.

Lo que viene es un vacío. No tengo recuerdos nítidos. Camino. Sigo adelante. No quiero hablar. No quiero pensar. Solo avanzar.

Y entonces Christian empieza a mandarme audios. Me apoya. Me imagina. No le he contado nada. Pero sabe. Me hace un resumen de dónde estoy, lo que me queda hasta el siguiente avituallamiento, el tipo de terreno. Sigo adelante.

Llego al final de un camino. Hay una cinta que indica girar a la derecha. El track dice a la izquierda. Dudo. Le mando un vídeo a Chris. “Esto no cuadra”. Pero sigo el track. Me parece más fiel. Más auténtico. Y de pronto reconozco parte del camino. TIMO me lo había descrito días atrás. Me tranquilizo. Sigo.

Bajo por una mulattiera, un camino empedrado usado por los alpinos con sus mulas. Luego un largo tramo de asfalto, bajando hacia Bellagio. Y allí empieza la subida: escaleras empinadas, talladas en la piedra, que se adentran en un sendero sucio, lleno de maleza.

Llego a una pista más amable, un sendero que serpentea en horizontal. Me siento como flotando, pero el sueño es insoportable. Tengo fuerzas, el cuerpo responde. Pero no puedo más con el sueño.

Miro el teléfono, a ver qué me ha dicho Chris.

Y en ese momento, me llaman. Un número italiano.

—¿Nicola? ¿Estás bien? Hemos visto que te has salido mucho del track. ¿Has tenido problemas?

Miro el reloj. El track.

—¡Estoy en el track! —respondo, confundido.

—No, no lo estás. Te has salido hace unas dos horas. Has dado un rodeo largo. Si sigues, más adelante volverás a la ruta. Pero te has desviado mucho.

Me desmorono. Me siento en el suelo.

Sigo escuchando la voz que me dice:

—A pesar de todo… solo te quedan 26 kilómetros hasta la meta. ¿Te quieres retirar?

Me llegan dos mensajes. Uno de mi madre. Otro de Chris.

Y entonces, el sueño desaparece por completo. El cielo cae, pero no me entierra. No aún. 

Capítulo 10

Último kilómetro, juntos

A partir de aquí, y hasta el final, me empujaron la furia, la rabia y una desesperación primitiva. Una energía tosca, instintiva, que no razonaba: solo avanzaba.

Decido dejar de seguir el track, que más adelante descubriría era el del año anterior. Sigo las banderitas. Tiene sentido. Todo lo que ocurrió durante la noche, los desvíos, los rodeos… empieza a encajar.

Intento aumentar el ritmo. Hacerme fuerte en las subidas. Mantener en los llanos. Guardar en las bajadas. No parar. No pensar. No preguntar.

Llego al siguiente avituallamiento después de un rodeo que me parece eterno. Cargo los flasks, no hablo con nadie. Bebo con avidez. Y salgo.

Según avanzo, aumento el ritmo. Más y más. No hay recuerdos nítidos, solo fogonazos. En un momento dado, me adelantan los dos primeros de alguna de las distancias más cortas, la 60 o la 30, no sabría decir. Vuelan. Los animo con la voz rota.

Llego a otro avituallamiento. Detrás de mí llega el tercero. Oigo que su familia le grita: “¡Ciccio! ¡Solo diez minutos con el segundo!”. Un voluntario me invita a desviarme unos 100 metros hacia el punto de agua, en el km 125. Le contesto con una sonrisa:

—¡No me paro ni muerto!

Sé lo que viene: la última subida. Y sobre el papel, asusta. Pero lo que realmente me inquieta es la bajada posterior.

Empiezo a subir. Con furia. La subida, desde donde empieza hasta su cima, será de 5,04 km, ganando 765 metros de desnivel positivo, que supero a un ritmo constante de 21:52 min/km. Un esfuerzo que no responde a lo físico: responde al alma.

Adelanto a corredores de otras distancias. Me animan:
—¡Bravo! ¡Dai!
Me miran con una mezcla de asombro y ternura. Me deben ver desencajado. Casi de otro mundo.

Sigo. Sigo subiendo. No aflojo. El terreno es exigente, empinado, técnico. Barro, raíces, piedras sueltas. Pero alcanzo un prado inmenso, verde, como sacado de un cuento. En medio, una masía. Una señora está cortando la hierba. Me ve. Reconoce mi dorsal verde. Se acerca, me anima con emoción. Me sonríe. Y esa sonrisa, me atraviesa.

No puedo responderle con palabras. Me emociono. Le devuelvo una reverencia: me quito la gorra, agacho la cabeza. Ella lo entiende. Se lleva una mano a la boca. Me observa con ternura. Me alejo.

Dos senderistas bajan. Me animan también:
—¡Vamos, lo más duro ya está! Un último esfuerzo.

Subo esa última cuesta con los dientes apretados. Barro. Inclinación brutal. El cuerpo ya no protesta: se rinde al propósito.

Y al fin, la cima.

Un pequeño grupo de espectadores me anima. Me recomiendan precaución. Y entonces empieza la bajada. Barro. Raíces mojadas. Una inclinación de vértigo. Mi avance es torpe, lento. No arriesgo.

Me adelantan corredores jóvenes de otras distancias. Bajan resbalando, patinando, como si esquiaran. Sin miedo a matarse. Yo disfruto del espectáculo. Me distrae.

Pero el descenso no se acaba. El barro da paso a un tramo rocoso, que desemboca en un sendero que baja en eses. Luego otro más ancho. Luego otra vez en eses. Luego un camino empedrado. Luego otra vez tierra. Una bajada infinita.

En total, más de 1.660 metros de desnivel negativo acumulado hasta alcanzar el asfalto. Y cuando por fin lo alcanzo, corro.

No puedo correr. Pero corro. Corro lento. Pero no paro. Y todos me saludan.

Policías me dan el paso. Me aplauden. La gente me anima desde las aceras. El reloj me dice que quedan . cinco kilómetros. Luego tresY entonces, la meta.

La veo al otro lado del lago. Nuestro lago. Del que somos guardianes. Hace un día espléndido. La gente pasea. El sol brilla. Veo el puente. Parece lejísimos. Un chico se pone a caminar a mi lado. Me pregunta por la carrera. Habla y habla. A mí me da una pereza terrible. Pero sonrío. Cruzamos el puente juntos.

—Esa es mi camper —le digo, al pasar por delante. Como si tuviera alguna importancia. – Cuando cruce la meta, tengo que conducir 1.200 kilómetros hasta Barcelona —añado con una mueca.
El chico se queda pasmado. Intenta seguir hablando, pero lo corto
. – Perdona, ahora me tengo que ir.

– Adiós, y enhorabuena —me responde. Saco el móvil. Entro al grupo de WhatsApp.
Empiezan a aparecer caritas: Gala, Mariona, mi madre, mi padre, Guillem, Eduard, Toni, Ayi, Alma… Las niñas hablan entre ellas. Preguntan “¿qué está pasando?”. Todos gritan. Todos sonríen. No entiendo nada. Pero
lo entiendo todo. – ¡Último kilómetro! ¡Juntos! —grito. Y sigo. Hasta la meta. Me paro antes de cruzarla. Me saco la gorra. Hago una reverencia. Y cruzo.

69 horas.
281 kilómetros.
Casi 16.000 metros de desnivel positivo.
Soy uno de los Guardianes del Lago.
Finisher de la UTLAC250.

 En las duchas me reencuentro con Carlo y Fabio.¡Pensé que habías abandonado! —me dice sorprendidoY es que mis rodeos me han alejado mucho del grupo. Desde el desvío, no he vuelto a ver a nadie. Les explico lo que pasó. Pero ahora todo son risas. Me ducho. Me cambio. Voy a despedirme de Marta. Le doy las gracias. Por todo.

Y por fin… me voy a mi camper. Mi templo. Mi refugio.

Y allí, sin resistencia, le devuelvo a Morfeo su abrazo.

Leer la crónica de Christian Bellesini, como supporter. ->

Nicola Picasso

Sobre el autor

Nicola Picasso

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Ultra trail runner por necesidad. Corriendo me encuentro, me centro, me siento vivo. Siempre en busca del movimiento.